Diu que diuen

… Y la vida cambió

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Todo empezó en l’Hospitalet de Llobregat, tras de un verano sumamente caluroso. La ciudad más masificada de la metrópolis, y casi, casi, del mundo mundial, decidió –alguien lo decidió- implantar un sistema de contenedores subterráneos como se hacía en otros lugares.

El plan era más ambicioso que el de la simple recogida de deshechos. Propondrían a los recogedores vivir bajo tierra, donde podrían trabajar reciclando o reutilizando. 

Las mafias de la basura se interesaron por el tema, ante lo cual el Ayuntamiento temió –alguien temió- que la cosa se supiera y que alguna organización pro derechos humanos, los delatara. Decidieron dar marcha atrás y dijeron que sólo había sido una broma, que el Ayuntamiento se encargaría de la recogida, como hacía con los contenedores superficiales (de la superficie).

Cuando estuvo todo planificado empezaron las obras: entrada y salida de camiones, instalación de plantas de reciclaje, urbanización del subsuelo… sería un modelo único en el mundo. Cuando el consistorio acudió a la inauguración, todos y todas se miraron entre ellos y ellas. Supieron que pensaban lo mismo. Habían creado una sub-ciudad con su sistema de depuración de aguas residuales, sus puntos por donde entrara la luz solar y su planta potabilizadora del agua. Callaron, pero lo que sucedió fue ya inevitable.

Los primeros en irse a vivir al subsuelo fueron, como habían previsto sin saberlo a ciencia cierta, los recogedores. Era una gente callada, no querían problemas, sólo pretendían subsistir, se adaptaron bien al nuevo medio, incluso se encontraron más ligeros y contentos de lo que estaban arriba, ya que nadie les presionaba. A las tardes se agrupaban y cantaban, contaban, jugaban, reían o se enseñaban idiomas.

Los siguientes fueron desahuciados y desahuciadas. Al quedarse sin vivienda a alguien se le ocurrió bajar a lo que, según los expertos, debía ser “el infierno”, pero ya lo habían perdido todo y pensaron que al menos estarían a cubierto. En seguida se corrió la voz de que allí abajo se podía vivir. Fue entonces cuando las casas alquiladas empezaron a quedarse vacías.  

Las personas mayores, que no podían subsistir con su menguada pensión, también fueron deslizándose desde las trampillas por donde se tiraba la basura, encontrando un mundo que no esperaban. Con los desechos orgánicos se habían plantado huertos, con todo lo demás se habían fabricado instalaciones y utensilios. Cada cual parecía saber qué tenía que hacer sin que nadie se lo dijera. Si alguien tenía alguna duda preguntaba a su vecino o vecina. Se ayudaban. Si alguien se encontraba mal, descansaba. A las tardes ya nadie trabajaba, era el tiempo de aprender, descansar y gozar.

Arriba corría la leyenda de que, como nadie había vuelto, algo muy malo debía suceder allá abajo, en el reino de las basuras. Los camiones del Ayuntamiento habían entrado, pero no habían salido, lo que acrecentaba el miedo. Aun así, seguían tirando los restos por las aberturas correspondientes y no parecía que hubiera ningún problema.

Alguien de abajo, movido por la buena voluntad, salió a explicar a los de arriba que estaban bien, que habían encontrado la manera de ser libres respetándose y ayudándose, que podían venir a visitarlos, pero los dieron por locos y los encerraron en la prisión o en el hospital, claro que en cuanto pudieron se deslizaron de nuevo hacia abajo. Era fácil.

Los del Ayuntamiento pensaron que no permitirían que aquellas leyendas se escamparan porque si todos se iban, ¿quién pagaría los impuestos? Pero, en su fuero interno, muchos técnicos deseaban conocer cómo se vivía allá abajo, si es que se vivía. Era factible porque todos explicaban lo mismo, pero podrían estar aleccionados por alguna secta, mejor no probarlo, se decían.

El tiempo cada vez era más caluroso, había desastres naturales como incendios, tornados y pandemias, la gente trabajaba muchísimas horas para hacer frente a los aumentados gastos o perdía el trabajo y se hundía en la miseria y se deslizaban hacia abajo. Cada vez era todo más insostenible arriba. Por un motivo u otro, los habitantes bajaban al subsuelo, donde estaba todo muy organizado para acoger a quien viniera y acompañarle en la nueva vida.

Finalmente quedaron solos los del Ayuntamiento, rodeados de bloques de hormigón y con todos los árboles secos o talados. Los trabajadores fueron los primeros que cayeron en el abatimiento y se deslizaron, hasta que el consistorio decidió que era mejor probar aquella vía que morir de asco.

Quedaron admirados de ver cómo estaba todo organizado y decidieron que no podían desaprovechar la ocasión. En seguida se reunieron para ver cómo podían intervenir en el funcionamiento. Cogieron un megáfono y comenzaron a dar instrucciones, pero nadie les hizo caso, más bien rieron viendo que aún les quedaba mucho para aclimatarse a la nueva forma de vida. Los dejaron hacer, si su tarea era reunirse, a los demás les daba igual. 

El problema llegó cuando recibieron el papelito con lo que cada uno había de pagar por lo que habían construido entre tod@s, entonces sí se enfadaron un poco, pero en seguida supieron qué hacer, recogieron el dinero que algunos guardaban de su anterior vida y se lo llevaron. Les dijeron – Aquí tenéis nuestra recaudación, es vuestra, si la queréis, pero nadie os dará nada a cambio, porque el dinero aquí no tiene ningún valor. Vosotros decidís: dinero y muerte o trabajo, respeto y vida.

Evidentemente eligieron lo segundo.

Y la vida cambió.

Mª Àngels García-Carpintero Sánchez-Miguel

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