Diu que diuen

La primera cereza de la rama

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Con las manos en torno a su cuello, mientras se esforzaba por respirar, Halima no podía creer lo que le estaba pasando. ¿De verdad todo iba a acabar así? Algunas imágenes se sucedieron de forma atropellada en su memoria.

La mano de su madre cogiendo la suya en uno de aquellos raros días en los que la podía llevar hasta la puerta del cole. Demasiados trabajos precarios de esos que dan poco margen para la conciliación familiar.

La tierra húmeda el día que plantó el cerezo, junto al que ahora mismo se encontraba, tras el largo proceso de acondicionamiento del suelo que habría de hacer posible la producción de vegetales en el módulo-invernadero. Había participado en ensayos exitosos de cultivo en regolito lunar en la agencia espacial, pero la alegría que había sentido cuando vio la primera cereza en la rama fue indescriptible.

La caja de cartón junto al contenedor en la que encontró la vieja enciclopedia. Sin dinero para libros  que no fueran los imprescindibles de texto, y después de que el ayuntamiento cerrara la única biblioteca del barrio, aquel hallazgo se convirtió en un auténtico tesoro. Leyó varias veces cada uno de aquellos volúmenes como quien lee una novela, de principio a fin. El afán de conocimiento penetró en su alma de una manera imparable.

Las caras de sus padres , casi siempre tristes y cansadas,  cuando volvían a casa tras el trabajo y en las que tanto había pensado cuando, sintiéndose algo culpable, reparaba en su propio estado de exultante satisfacción tras un día cualquiera de experimentación en la agencia.

El momento del alunizaje, culminación de una trayectoria vital volcada en su carrera científica. Esa que había empezado en un instituto público de Santa Eulàlia desde el que fue progresando con la felicidad del que dedica su tiempo y su energía a aquello que más disfruta, superando etapas académicas primero, durísimos procesos de selección después y, finalmente, extenuantes periodos de entrenamiento y adaptación para la vida lejos del planeta Tierra.

Más y más imágenes circularon por su mente mientras el hueso de la cereza que acababa de comer directamente del árbol seguía obstruyendo sus vías respiratorias. El pánico la había invadido, paralizándola, y a pesar de su completa preparación en primeros auxilios y sus conocimientos de medicina básica, seguía sin reaccionar. Llegó casi a aceptar la idea de que iba a morir allí, junto a un cerezo plantado por ella misma en un invernadero en la luna. Algo casi milagroso por la complejidad técnica y material que suponía y que solo había sido posible tras el sacrificio de generaciones y generaciones de personas que, avance tras avance, habían construido el camino hacia un logro tan increíble como el de hacer posible la vida humana fuera de la Tierra.

Y ahora, una simple semilla atrancada en su garganta iba a poner un final indigno a aquel hito de la humanidad personificado en una mujer convertida en punta de lanza de la exploración espacial gracias a las oportunidades que la educación pública le había brindado pero que la falta de dinero de su familia le habría negado en muchos lugares del mundo.

La cara de Thaïs, compañera suya en el instituto, tomó forma en su cerebro, ya prácticamente sin oxígeno, y su cuerpo reaccionó de forma casi automática. Tal y como su amiga había hecho durante una excursión en la que un pedazo de bocadillo la había llevado casi a la asfixia, Halima se lanzó contra un nudo en una rama baja haciendo que éste le golpeara por debajo del esternón. El hueso de cereza salió despedido y la más ansiada bocanada de aire de su vida le llegó a los pulmones.

Tumbada bocarriba en el suelo, respirando aceleradamente mientras se acababa de recuperar, Halima se prometió ir a visitar a Thaís a l’Hospitalet en cuanto regresara a la tierra tras su misión.

J.V. Zapata

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